El esfuerzo, un valor a la baja

voluntad

Cada mañana, al levantarnos, luchamos contra la pereza y nos disponemos a lidiar con lo que el día nos depare. Algunos tenemos serias dificultades para salir de la cama, otros (los menos) lo hacemos de buena gana y con alegría, pero la mayoría tenemos que hacer un esfuerzo sobrehumano para ponernos en pie y enfrentarnos a la rutina diaria.

La desmotivación nos invade y el día a día nos aplasta. ¿Por qué nos cuesta tanto ponernos en marcha? ¿Qué le falta a nuestra vida cotidiana que nos impide encararla con una actitud positiva y decidida?

Si Xavier Guix decía hace unos años que «el esfuerzo no está de moda», me temo que la desmotivación ha pasado a ser trending topic no sólo en las redes sociales, sino también (y sobre todo) en la educación.

Padres y educadores nos sorprendemos de que los jóvenes no estén motivados cuando viven rodeados de adultos desapasionados por su trabajo, que no han sido capaces de poner límites o marcar unos mínimos de exigencia sencillamente porque ellos mismos ni los respetan (los límites) ni muestran una mínima autodisciplina.

No vale que, ante cualquier dificultad, sólo nos movamos si existen altas probabilidades de éxito inmediato. Y cuando calculamos mal y fracasamos, nos hundimos en la mayor de las miserias. Aceptamos mal la frustración, el error lo vivimos como fracaso en lugar de como una oportunidad de aprendizaje.

Esto nos lleva a marcarnos sólo objetivos a corto plazo, que consideramos de riesgo asumible, y que supongan un esfuerzo mínimo. No vaya a ser que los demás piensen que somos unos fracasados.

Así pues, hemos creado un entorno social que inculca a nuestros jóvenes la idea de que el éxito debe ser fácil y rápido de conseguir (aprender chino en 10 minutos) y que la suerte, las circunstancias o los hados juegan un importante papel en su consecución (es el modelo de éxito que difunden los medios de comunicación), en lugar de enseñarles a asumir sus propias limitaciones y a responsabilizarse de sus errores (y no imputarlos a los demás).

Y si encima tenemos en cuenta que el esfuerzo no siempre conlleva aparejado el éxito, sino que depende en gran medida del desarrollo de las propias capacidades y habilidades, además del tiempo dedicado al ensayo-error, ¿quién va a levantarse cada día con una sonrisa en la boca y con ganas de comerse el mundo?

Eduquemos a nuestros hijos y alumnos en la constancia, en la responsabilidad, en la autonomía personal, en la paciencia y en la creencia en sí mismos. Planteémosles objetivos cada día un poco más complejos, animémosles a seguir adelante y a salvar las dificultades, a aplazar las recompensas, acompañémosles pero sin quitarles la responsabilidad de sus éxitos y de sus fracasos.

Enseñémosles que el esfuerzo no es un fin en sí mismo, sino un medio necesario para alcanzar determinados objetivos, siendo nosotros mismos sus modelos y actuando en consecuencia: asumamos nuestras limitaciones, esforcémonos por superarlas, aprendamos del error para sobreponernos al fracaso y valoremos los logros por pequeños que sean.

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